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lunes, 10 de junio de 2013

Capítulo 24.

 Está aquí, de nuevo, la sensación de no querer tener sentimientos, de no querer sentir nada. Porque lo siento, es culpabilidad, y miedo, miedo de haber perdido mi alma. ¿Cómo he podido pensar que mi vida tenía más valor que la suya? ¿En qué momento he antepuesto que yo sea mejor que él? Era una elección, entre su muerte y la mía. Y he elegido la suya. Quizá haya sido un error. A mí no me queda nada, mientras que él quizá tenía una familia en casa, esperándole con esperanzas de volver a verle, y sus amigos, quizá su novia. Ahora por mi culpa, todas esas personas también se han derrumbado. Es curioso que yo también lo haya hecho y aún así, siga luchando inúltilmente.

 ''Skiley, la chica rota que rompe a los demás.''

 Quiero pensar que fue un acto heroico, por salvar la vida a mis aliados. Pero, cuando lancé el hacha, más que pensar en la flecha clavada en el hombro de Joulley, pensé en mi propia salvación.

 Mi compañero. La herida le duele, aunque por suerte, la hemorragia cesó pronto. Samantha le ha cubierto con unas hojas que son algo así como analgésicas, también hemos quitado las cosas a los dos chicos que matamos, aunque tampoco es que tuvieran gran cosa: un bote de pastillas, el arco y el carcaj del que nos atacó a Joulley y a mí, un cuchillo y fruta disecada. Lo segundo se lo ha quedado Samantha. El resto lo hemos guardado en la mochila. Lo que me extraña, son las pastillas, que no son analgésicos, ni píldoras para la fiebre, ni antibióticos. Pero quizá sean tratamiento de alguna enfermedad. Yo prefiero no comprobarlo.

 Las montañas se nos hacen eternas, infinitas. No vemos ni rastro de la pradera en la que empezaron los juegos. Yo me he caído, tres veces, tengo las rodillas despellejadas y los pies doloridos. Joulley muestra un aspecto parecido. La única que parece saber por dónde pisa, es Samantha. Tenemos que parar varias veces, cada vez con más frecuencia, para descansar y beber agua, que tenemos que reponer cada poco tiempo fundiendo nieve de las montañas. El sol salió hace rato, y somos presa fácil, no hay ningún escondite posible a la vista.

 Lo que sí vemos, son los paracaídas plateados que descienden desde el cielo. Son dos, uno para el distrito 7 y otro para el 12. El de Samantha es muy pequeño, un botecito que cabe en las palmas de sus manos. En cambio, el nuestro, es una caja algo más grande. Tiene cuatro objetos: una crema para la herida de Joulley, cuatro panecillos, blandos y calientes esta vez, un pequeño silbato y... un ramo de rosas rojas. Me sonrojo. ¿Cómo ha podido Dan pagar esto? ¿Tenemos tantos patrocinadores? Exhalo un suspiro mientras sonrío como una niña pequeña. Pero entonces, me doy cuenta de algo. Conozco estas rosas que tanto huelen y cuyo color rojo destaca entre todo lo demás. No es posible, pero reconocería las flores entre las que tantas veces lloré.

 No me las ha enviado Dan.

 Son del presidente Snow.

 -¿Skiley? - pregunta Joulley.

 -¿Sí?

 -¿Estás bien?

 Asiento, con la mentira en la frente. Samantha me clava la mirada. Es una chica muy inteligente. Luego devuelve la mirada al botecito y lo abre. Acerca la nariz y da un respingo.

 -Es veneno. - comenta sonriente. - Para las flechas probablemente.

 Una vez guardamos todo - yo no quise llevarme las rosas, por lo que fingí el llanto de una chica que echa de menos a su amor, y que no podía llevarme el ramo por todos los recuerdos que me traía; aunque claro, no quería porque me daban arcadas. Sin embargo, no dije nada de Snow, pues sentía que si reconocía que había estado en su huerta de la azotea, no pasaría nada bueno, aunque, bueno, quizá lo sabe y me las ha enviado para restregármelo.- seguimos caminando entre rocas y fina hierba. Ya no hay nieve, lo que indica que nos hemos alejado de la zona de bosque helado. Este viaje se me está haciendo mucho más eterno que el anterior, a los tres parece que se nos haga más largo. Quizá los vigilantes vayan poniendo más montañas a medida que pasa el tiempo. No me extrañaría que lo hiciesen.

 Estamos a punto de rendirnos, de dejar que las piernas temblorosas caigan. Entonces vemos un destello dorado. Y seguidamente, un llamarada de fuego que asciende por el aire.

sábado, 1 de junio de 2013

Dan. ''Los niños grandes no lloran.'' Parte 3.

 Sus cabellos rojizos son inconfundibles, llameantes. Sería capaz de reconocerla en cualquier lugar. Y en cualquier momento. Como en aquel de hace tres años.

  ~Hace 3 años.~

 -¡Dan Lewis! ¡Vencedor de los décimo novenos juegos del hambre! - chilla el portavoz del distrito 4, aunque no le hago el menor caso, pues mis ojos ven, a lo lejos, el mar del distrito 4, que es brillante y azulado. Y no quiero que las palabras juegos del hambre se metan en mi cabeza. No quiero ni puedo escucharlas más veces.

 Creo que voy a darme de bruces contra el suelo en cualquier momento.

 <<Dan, tranquilo.>> No puedo tranquilizarme. Ellos tienen la culpa de todo. Ellos tienen la culpa de mi cambio, ellos tienen la culpa de la muerte de mis padres, ellos creen que esto de ir por los distritos, presentando al vencedor es halagador, cuando solo me da asco.

 Veo sangre en mis manos.

 Veo la sangre del distrito cuatro que murió por mi incendio. La mirada de sus familias:

 La chica se llamaba Amy, sus padres y una mujer que no puede ser otra que su abuela me miran serios.

 El chico era Matt, una madre reprochante dos hermanos entristecidos.

 La suerte no estuvo de mi parte a pesar de que todos digan eso. Porque el vencedor tiene que cargar con la muerte de los vencidos. Y no soy un vencedor, solo soy un chico de 13 años que está muy asustado. Y solo. Estoy solo.

 Y me caigo al suelo, solo viendo oscuridad.


 Abro los ojos.

 Una sala blanca y muy brillante, unas luces de un tono enfermizo. Una maquina pita, y unos cables a mi alrededor, que intento arrancarme desesperadamente.

 -¡Estate quieto! - chilla una voz aguda. Mi mirada se dirige hacia ella. Y se me cae el alma a los pies. La conozco. Lleva una coleta, pero eso no impide que su melena rojiza destaque sobre su uniforme verdiazul. Es la chica que vi antes, la hermana de Matt Dotteli.

 Mi estupidez habla en primer lugar.

 -¿No eres muy joven para ser enfermera?

 -Estoy cubriendo a mi madre en cuanto a ti respecta. Más que nada porque ella no puede ni mirarte a la cara.

 Yo asiento, sin sorprenderme demasiado.

 -¿Y tú por qué sí?

 -Porque mi hermano era un idiota. Por supuesto que le quería, pero nadie le puso una pistola en la cabeza para que se presentara voluntario. Además - añade - no eres nada del otro mundo. Ese incendio solo se propagó por suerte. Ganaste por accidente, Lewis.

 Aparto mi mirada y suspiro.

 -No hay suerte, pelirroja. Eso no existe. - digo convencido.